OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Marco Antonio

En la pantalla se intercalaban imágenes en blanco y negro de Marco y de la ciudad de entonces: cuando cantaba con los Tres Ases, luego como solista.

Mientras los cantantes invitados entonaban la canción emblemática y yo lo imaginaba descansando sus 92 años en algún sillón confortable.
Mientras los cantantes invitados entonaban la canción emblemática y yo lo imaginaba descansando sus 92 años en algún sillón confortable.Créditos: Leticia González Montes de Oca
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Ni la lluvia, ni la noche, ni los bastones, ni las sillas de ruedas disuadieron a ninguno de conseguir su boleto. Puntuales, comenzaron a subir la escalera de piedra sin barandal, con pasos frágiles, acompañados por asistentes, enfermeros, una amiga de su rodada o algún hijo solícito. Llegaban con maquillajes de otro siglo, sombreros y abrigos con olor a ropero. Uno a uno llenaron la explanada del Auditorio Nacional, hicieron escala en el bar, y luego tomaron la ruta oscura, empinada y desafiante, hasta encontrar su butaca.

Esta vez no se trataba solo de un concierto: era un reencuentro con la memoria de otros tiempos. Mejores, sin duda. El primer afecto desde el escenario fue el de Coque Muñiz, autor intelectual del merecido tributo, con la buena vibra y el ingenio que lo caracterizan. Se ríe de sí mismo por aquel tropiezo con el himno, se conmueve al dimensionar la magnitud del evento, canta solo o con quien sea. Lo acompañaba la orquesta y la numerosa familia, algunos herederos de una voz privilegiada, todos con una elegancia no hurtada.

La anfitriona no podía ser otra que Verónica Castro, con “aquellos tus ojazos” aún intactos, el cabello en tono plata y una hermosa túnica blanca bordada. Fuera de cámaras desde hace tiempo, venció unos nervios traicioneros en cuanto Coque evocó aquellos programas con los que nos desvelábamos y recordó aquella vez en que Raphael enfermó y, para su suerte, él fue el bateador emergente.

En la pantalla se intercalaban imágenes en blanco y negro de Marco y de la ciudad de entonces: cuando cantaba con los Tres Ases, luego como solista; la XEW y su tumulto de jovencitas con libreta y pluma en la banqueta; su nombre en la marquesina del Teatro Blanquita junto al de Irma Serrano, Thelma Tixou y María Victoria; el Manolo Fábregas, el café La Habana, Ciudad Universitaria con chicas de tobilleras y faldas amplias cuadriculadas, los tranvías. Treinta películas, quinientas canciones, casi ochenta discos, premios incontables, giras mundiales. Setenta años de trayectoria. Perdón.

Cantamos todas las canciones, junto a un elenco de ensueño: Tania Libertad y Ednita Nazario; Carlos Cuevas, Gilberto Santa Rosa, los imprescindibles Emmanuel y Mijares – todo un figurín con pajarita al cuello-.

Raúl Di Blasio hizo lo que quiso con el piano, y, acompañado por un bandoneón apasionado, se lució con El día que me quieras, un poema vuelto tango. Contó que tres golpes cambiaron su vida:  tres toquidos a la puerta de su cuarto de hotel, de madrugada. El despertar. Lo invitaban a una bohemia que aún no acaba.

Francisco Céspedes, con aretes y collares, contrastó su piel con su pelo, barba, traje y tenis blancos, y cantó y bailó un bolero.

Pedrito Fernández —a quienes crecimos con la mochila azul nos cuesta llamarle Pedro— cantó, en traje espléndido de charro, esa joya titulada Llegando a ti, con un mariachi de doce músicos. Luego, curándose en salud, hizo bailar a los presentes.

La Sociedad de Autores y Compositores develó un reconocimiento. La Cámara de Diputados también. El primero recibió aplausos; el segundo, un chiflido espontáneo.

Él estuvo presente todo el tiempo: en las fotografías, en las anécdotas, en las letras de sus canciones. También estuvieron, sin saberlo, los maestros Rubén Fuentes y Manzanero; y Leduc, José Alfredo, el Príncipe, Juanga, Chente… Padres y abuelos desde el cielo. Amores añorados. Su natal Guadalajara. Y Puerto Rico, Cuba, Perú, Argentina. El mundo entero, incluida China.

Llegó el final. Mientras los cantantes invitados entonaban la canción emblemática y yo lo imaginaba descansando sus 92 años en algún sillón confortable, se escuchó un vozarrón tras bambalinas:

“Por amor, una noche cualquiera, un amante se entrega…”

El recinto se vino abajo cuando apareció su silueta impecable, apoyada en el brazo filial. Reconquistó, como tantas veces, el escenario. Su mano libre alzada, agradeciendo, llevándola luego al corazón, mandando abrazos. Las luces encendidas, el público de pie. Gritos, aplausos interminables. Cariño y admiración de vidas pasadas. El Lujo de México se despedía. Y era un lujo estarlo viviendo.

Dio media vuelta y tomó la ruta de las leyendas. Giró la cabeza un par de veces, intentando llevarse el momento. Sabia virtud de conocer —y detener— el tiempo.