Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, Churchill y Stalin discutían sobre el destino de Italia. Se cuenta que el primer ministro británico sugirió pedir la opinión del Papa. Stalin preguntó con sarcasmo: “¿Cuántas divisiones de tanques tiene el Papa?”. La anécdota, aunque probablemente apócrifa, es elocuente. Y es que, desde el siglo XVIII, el poder temporal del papado es casi nulo. El rey de Piamonte dio el jaque mate cuando sus soldados le arrebataron Roma al Papa sin mayor resistencia.
Sin embargo, el Pontífice romano no ha dejado de ser una figura influyente. Para los católicos, es el Vicario de Cristo. Su autoridad no descansa sobre ejércitos ni presupuestos, sino sobre la fe de millones de personas.
En México, país mayoritariamente católico, la Iglesia tiene escasa influencia política. Las pasadas elecciones lo dejaron claro: la voz del episcopado fue apenas audible, y su capacidad de incidir, irrelevante. No me parece mal. Prefiero que la Iglesia se mantenga al margen del juego político.
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Pero en Estados Unidos la situación es muy distinta. Hollywood nos ha vendido la imagen de un país libertino, donde reina el desenfreno. La realidad es más compleja: Estados Unidos es, en muchos sentidos, un país profundamente conservador. Las restricciones al alcohol persisten en varios estados, la prostitución está penalizada en la mayoría del país, y Dios sigue presente en la esfera pública. Se jura sobre la Biblia en muchos tribunales; hay capellanes en el Congreso; los presidentes invocan a Dios en sus discursos.
En Washington, el lobby religioso tiene un peso considerable. Los evangelistas conservadores, en particular, han sido determinantes en la vida política reciente. Y aunque los católicos no dominan ese espacio, su voto también ha sido crucial en elecciones clave. Donald Trump lo entendió muy bien. Su llegada al poder fue posible, en parte, gracias al voto católico. Un voto complejo, independiente, pero que aún reconoce en el Papa una autoridad moral de peso.
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Trump lo sabe. Y no le gustaba el estilo de Francisco. Preferiría un Papa que hablara menos de migrantes y más de moral sexual. Uno que condenara que se opusiera a los derechos de la comunidad LGBT+, que mirara con nostalgia la cristiandad fuerte, ordenada, jerárquica. En pocas palabras, un Papa a su medida. (Y su vicepresidente, J. D. Vance, otro tanto).
El próximo pontífice no solo deberá lidiar con una Iglesia herida y maltrecha. También habrá de enfrentar a líderes políticos como Trump, que, con poder e impaciencia, esperan que la Iglesia se pliegue a sus agendas.
Y ese momento está cerca. En unos días más, el humo blanco saldrá por la chimenea de la Capilla Sixtina. Habemus Papam. Y con él, comenzará también una nueva etapa en la relación entre el poder espiritual de Roma y los nuevos césares.
Recientemente, Trump subió a sus redes una imagen generada con inteligencia artificial: él mismo, con mitra y sotana blanca, vestido como Papa. Una broma, quizá. Pero ya se sabe: entre broma y broma, la verdad se asoma.
(Héctor Zagal, profesor de la Univesidad Panamericana, conduce el programa de radio El Banquete del Dr. Zagal todos los miércoles a las 22:00 y los sábados a las 17:00 en MVS 102.5)