Íbamos en secundaria, allá en los años ochenta. Miss Pepita intentaba sin mucho éxito despertar nuestro interés por la literatura. Poco recuerdo del Siglo de Oro español, pero sin mayor esfuerzo puedo ver el eterno cigarro entre sus largos dedos morenos con uñas malpintadas, consumiéndose y consumiéndola sin que ella lo notara, y los ojos de mis compañeros, atentos no al enfrentamiento de Don Quijote con gigantes tan malvados como imaginarios, sino al tramo de ceniza, casi tan largo como el cigarro mismo, aguardando a que cayera haciéndose polvo sobre el escritorio, su suéter gris, sus zapatos gastados.
En esas horas de aburrimiento, entre anotaciones de fechas remotas, autores de apellidos que llevaban la preposición “de” a modo de alcurnia, y como si algo entendiéramos entonces sobre aquello de que la vida es sueño, mi amiga y yo escribíamos el nombre de nuestras futuras hijas en la última hoja del cuaderno. El universo tomó nota y delegó el pedido a la cigüeña, con fechas cercanas al fin del milenio.
Así fue que perdimos nuestras figuras que luego recuperamos a punta de dietas, ejercicios y uno que otro cirujano. No olvidamos sus primeros de todo: pasos, palabras, chipotes, dibujos con crayolas que, ya amarillentos, seguimos guardando. Pasamos de cargar pañaleras y botiquines a chamarras, mochilas pesadas y loncheras marcadas con esos mismos nombres, grado tras grado.
Con exagerados ropones y coronas de flores celebramos por lo alto bautizos y primeras comuniones. Lloramos en festivales mientras grabábamos con una handycam y tomábamos una cantidad absurda de fotos borrosas. Organizamos agotadoras fiestas de cumpleaños temáticas: Barney, princesas, Plaza Sésamo, Dora la Exploradora, High School Musical, One Direction. Las disfrazamos de adelitas, brujas, catrinas y renos, desde fiestas patrias hasta las posadas.
Hicimos de ratón y del insoportable duende y de Santa y de reyes, dejando un plato de galletas y un vaso de leche que amanecían vacíos, caminando de puntas, casi sin respirar.
Cortamos los pies de las piyamas-mameluco cuando ya no les quedaban. Espantamos monstruos de madrugada. Peinamos coletas y chongos y trenzas con moños a tono entre jalones, lágrimas y prisas. Recorrimos puestos de periódicos buscando estampas para el álbum del mundial, y con la playera verde y la cara pintarrajeada supieron lo que se siente un gol de México, aunque se vea en la tele, en la misma en que aparecían Cayú, Lazy Town y los Backyardigans, nunca permitidos más de dos programas al hilo. Las apuntamos a clases de natación, de baile, de pintura, de piano, hasta que encontraran su gusto, su pasión.
El paso de los años fue evidente al enseñarlas a andar en bici. Volvimos a cursar la primaria: las capitales del mundo ya no eran las mismas; habíamos olvidado cómo dibujar figuras volumétricas de ocho lados con lápiz de grafito, goma de migajón, compás y escuadra; domingos por la noche improvisando maquetas y presentaciones; seguimos sin saber sacar la raíz cuadrada.
Visitamos pediatras, tratando de explicarles que el doloroso pinchazo de las vacunas era por su bien; oftalmólogos porque ya no veían bien lo escrito en la pizarra; ortopedistas porque un hueso en algún juego; ortodoncistas por un par de dientes de conejo que requerían el doble de espacio. Bajamos fiebres con trapos helados y el corazón apachurrado. Arreglamos anteojos con un alfiler de seguridad, y buscamos en el basurero, entre servilletas arrugadas, un costoso aparato dental que se colocaba en el paladar.
Las llevamos al Centro para conocer su origen y el de su ciudad. Y a las pirámides y a las playas, cercanas y lejanas, con flotis, sombreros y plastas de bloqueador solar. A los caballitos de la extinta feria de Chapultepec, donde no había una sola sombra, y a las montañas mágicas de Reino Aventura, quiero decir, Six Flags. Y a ese paraíso -o pesadilla- llamado Disneyland. Fuimos al Auditorio a ver a Violetta y a Morat. Ellas como los mejores regalos para padres y abuelos, temporales muñecas de carne y hueso a quienes transferirles la infinita encomienda de ser felices como les plazca, sin hacer daño.
Cual tormenta perfecta, empalmamos las crisis de menopausia y adolescencia. Las enseñamos a manejar con los nervios desbordados -los nuestros-, entre cláxones y banquetazos. Medio en contra de nuestra voluntad les tuvimos que dar un teléfono celular; o varios, porque se estrellaban, se los robaban o se caían al agua. Vigilamos precopeos cuidando sin estorbar; nos hicimos cómplices y amigas de las mamás de sus amigas. Nos desvelamos para estar a la una de la mañana, dos máximo, en la puerta del antro. Ahí estuvimos cuando la primera borrachera, el primer amor, la primera desolación; ahí junto a la cama de depilación, y en mil probadores eligiendo el vestido largo de graduación.
Dejaron de oirse a la puerta de la casa los frenos de aire del camión escolar. Su primera decisión grande y propia: qué estudiar y en qué universidad. A viajar de mochilazo, o de intercambio, mudarse de país en busca de libertad y seguridad a la primera oportunidad. Su primer departamento, su primer currículum, su primer salario. Seguimos siguiendo sus primeros de todo, más los que vengan.
Mientras, sus cuartos acá, callados, finalmente lucen ordenados. A acostumbrarnos a verlas en una pantalla, a extrañarlas.
Hoy recibo por Whatsapp un mensaje de la hija de mi amiga: el nombre ayer garabateado al final de un cuaderno hoy aparece engarzado a otro en una invitación digital. Una niña que un día no fue sino un sueño, ahora cumple los propios.
Un parpadeo, odioso cliché que se justifica por cierto.
La vida es sueño, Miss Pepita. Y la infancia, la patria. O matria, diría Sábato. O antes Unamuno. Y los sueños, sueños son.
Para mi generación, mañana es hoy.