OPINIÓN LETICIA GONZÁLEZ MONTES DE OCA

Las tres muertes de Sorolla

Antes de que Buñuel aprendiera a escribir, Sorolla ya había ganado dos veces la Primera Medalla Nacional de Bellas Artes.

Vista de un retrato de Sorolla y varias de sus obras expuestas en la muestra 'Joaquín Sorolla, destellos de luz y color'.
Vista de un retrato de Sorolla y varias de sus obras expuestas en la muestra "Joaquín Sorolla, destellos de luz y color". Créditos: EFE
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En el momento inmediato después de haber dado a luz no hay nada que importe para una mamá, más que la nueva vida que tiene al lado. No existe nada más para ella, y si existe, no es nada. No hay fecha, no hay hora, no hay frío o calor, noche o día, no hay más mundo, más realidad, que su bebé. Nada más. 

Ese momento íntimo y sagrado en el que lo único que existe en el universo que cabe en una habitación es una mujer agotada por el nacimiento, que no puede dejar de mirar con la ternura del principio de los tiempos a la hija, agotada por haber nacido, lo plasma con una fidelidad asombrosa Joaquín Sorolla en su obra Madre. Una cama en tonos blancos ocupa casi la totalidad del cuadro. Un par de cabezas descansan entre las sábanas: una pálida; la otra, rosada; una escena muda que expresa lo más profundo que puede haber: el milagro de la creación, la maternidad con su vínculo de amor eterno.

Con esta pintura se me presentó Sorolla; con ella me conquistó y me enamoró. En el cuadro una madre no se cansa de ver al hijo recién llegado; frente a él, yo no me canso de mirarlo. Fue mi puerta de entrada a su vasta obra, a maravillas como Cosiendo la vela y El bote blanco. 

Siendo niño perdió a sus padres en una epidemia de cólera. Su orfandad se reflejaría en una devoción por la familia, a quien pinta una y otra vez. Entre los retratos familiares destacan los de Clotilde, su amada Clota, –“mi carne, mi vida, mi cerebro”, le escribe–, con su doble condición de musa y esposa. Pasa al óleo también a amigos y personajes célebres.

Los paisajes son motivos para plasmar lo que más le gustaba: la luz viva y real del mismo sol que brilló en su infancia, sobre su mar, el Mediterráneo. De alguna manera logra hacer de la iluminación que le rodeaba cuando pintaba, parte del cuadro. 

Instalaba su estudio en la playa, el caballete sobre la arena; él, descalzo, con el pantalón remangado, soportando el calor bajo un sombrero o un toldito. Solo así podía captar el ambiente al natural: niños jugando, persiguiéndose y revolcándose en la orilla, donde mueren las olas; unos sanos, otros con los efectos crueles de la polio de esos tiempos; veleros -de verdad y de juguete-, sombrillas, telas, pescados y pescadores, imágenes fijas que revelan el movimiento; escenas cotidianas con sonidos de risas y gritos que quedan, también, atrapados en el lienzo; rostros, músculos, sombras, gestos; todo abstracto y real al mismo tiempo, tan perfecto, tan de verdad. Impresionista, postimpresionista, iluminista.

Como pasa tantas veces, entonces no todos supieron apreciar sus trazos gruesos y veloces. O no quisieron. “Un pintor valenciano bastante mediocre”, lo define Buñuel en su libro de memorias “Mi último suspiro”. Ah, ese ego del que no se escapa casi ningún genio –ni los no tanto–, esa trampa en la que se envuelven creadores y creativos, seducidos por la ilusión de que al desestimar se alzan. 

Antes de que Buñuel aprendiera a escribir, Sorolla ya había ganado dos veces la Primera Medalla Nacional de Bellas Artes, en 1892 y 1895, y el Gran Prix de la Exposición Universal de París de 1900, entre otros muchos reconocimientos. Por más subjetivo que sea el arte, el talento es talento, y hay que saber reconocerlo.

Ese pintor español y barbudo obsesionado con destruir todo convencionalismo fue el más reconocido internacionalmente antes de ser destronado por Dalí y Picasso y el revuelo que causaron. No menos gigante.

Su obra está repartida en museos de París, Nueva York y la Habana. En México algunos cuadros han sido expuestos en el Museo Soumaya, y en el Museo Kaluz hay una pintura que le hizo a la actriz “reina de la opereta” mexicana, Esperanza Iris. Y por supuesto, en España. En su casa museo, en el corazón de Madrid, está lo que se convirtió en su última obra antes de tiempo, un cuadro inconcluso.

Una mañana de junio, trabajando en el jardín de su casa (persiguiendo siempre la luz natural) mientras pintaba a la mujer del escritor Ramón Pérez de Ayala, sufre un ataque de hemiplejia por derrame cerebral. Negando las señales de alarma, se incorporó con la intención de seguirla pintando. Cuentan que al verse impedido de continuar y darse cuenta de lo que le venía, exclamó: Que haya un imbécil más, ¿qué importa al mundo? Sorolla moría por dentro, sabiendo que su pasión –su faena, le llamaba– se truncaba. “Le creo”, le dijo alguna vez a alguien que hablaba de su infelicidad, “para mí, solo siendo pintor se puede ser verdaderamente feliz”.

Vivió tres años más apoyado en un bastón, paralizado del lado izquierdo, desconociendo su mar, hasta que, a sus sesenta, en 1923, su cuerpo y él dejaron de estar. 

La muerte definitiva, la del olvido, no existió para él: Sorolla sigue más que vivo en sus mares, sus olas, sus jardines, su forma de atrapar la luz, sus pinceladas y sus colores, en más de dos mil obras un siglo después.