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Joaquín Sorolla me cautivó con su cuadro Madre: en distintos tonos de blanco una pared, una cama, almohadas; y, asomando entre las sábanas, con apenas unas pocas pinceladas, dos rostros: el bebé recién nacido y la mamá, contemplándolo. La pintura habla, es increíble cómo transmite la sensación del lugar y el momento. Esa genialidad para expresar lo que siente una mujer apenas al convertirse en mamá, me hizo querer conocer todo lo que hubiera salido de su pincel.
Y sí: ver Madre en vivo, en su casa-museo del corazón de Madrid, me emocionó; y sí, en sus tantas pinturas de niños jugando y mujeres de sombrillas y vestidos blancos y veleros y olas en el mar de la Malvarrosa, la playa de su infancia valenciana, pude comprobar su forma inigualable de pintar la luz al jugar con los colores, logrando que salga del cuadro hacia nosotros.
Ahí supe que Sorolla soñaba con una casa con estudio que pareciera un museo, y que después fuera un museo sin parecerlo. Y supe también que logró construir ese palacete con patio andaluz gracias al pago que recibió a cambio de la mayor obra que realizó, y que esta se encontraba en Nueva York.
Cuentan que un joven llamado Archer Milton Huntington, hijo de un magnate ferrocarrilero, se enamoró perdidamente de la cultura española -y, por consiguiente, de la hispanoamericana, aunque no lo sabía aún- y que refrendó ese amor cierta vez que acompañó a sus padres en una visita a México, donde cenaron con Porfirio Díaz en el Castillo de Chapultepec. Don Porfirio, en su lado no obscuro -que lo tenía- fue un gran impulsor del arte. A quienes le cuestionaban por qué interesarse por la historia de un lugar del que nadie hablaba, el joven respondió con argumentos y convicción tales, que nadie se atrevió a refutarle. Su madre, orgullosa y espléndida, le regaló ni más ni menos que un Goya -“La duquesa de Alba de negro”, que la muestra en pleno luto, oscuros el vestido, la mantilla de encaje y la mirada- como primera pieza de la colección que habita en el museo que aquel joven construyó: la Hispanic Society of America.
A principios del siglo XX, el ya no tan joven Huntington conoció a Sorolla -ya siendo Sorolla- y, como a tantos nos ha pasado, sucumbió ante su talento, y le encargó un proyecto a su medida: gigante. La encomienda: traer a España entera al nuevo continente -como acá nos había sucedido desde la llegada de las carabelas, solo que esta vez, plasmada en telas-: su Visión de España.
Para cumplir y hacerlo bien, Ximo -como lo llamaban de cariño-, se documentó: peinó su patria tomando notas, y fue el primer sorprendido del tesoro descubierto. Se adentró en los parajes, paisajes rurales, costumbres y tradiciones, los absorbió y representó no solo con la naturaleza sino con personas que develan, además de facciones, su personalidad: el alegre aragonés bailador de jota, brazos alzados, sonando las castañuelas -soñando con los pies, diría Sabina-; los bulliciosos pescadores de Ayamonte; la festividad de las sevillanas; Semana Santa en Sevilla; los campesinos vascos jugando a los bolos.
Mi favorito, por lo representativo de la madre patria, por el colorido y la adrenalina que emana de la cuadrilla: los toreros, destellando sobre la arena del redondel en una tarde de sol y sombra difuminadas.
Su favorito, por la melancolía, el pueblo entero de las dos Castillas: viejos y niños, todos con trajes típicos celebrando la “fiesta del pan”, con el Acueducto de Segovia y el Alcázar de Toledo como testigos; y los tamborileros que, al recordarlos, los sigo oyendo. Falta espacio para mencionar siete escenas más, no menos impactantes y vivas.
La sala, edificada ex profeso, tiene el total de las paredes tapizadas por los 14 óleos de gran formato que suman 60 metros lineales por casi 4 de alto, y que al pintor le quedaron cortos: “Quiero hacer un capote y solo me han dado tela para una montera. ¿Cómo meto a la península en tan poco espacio?”, dicen que dijo. Pues lo hizo. Lo logró como consta en sus cartas: entregándose, obsesionándose, dejando la vida entera en el encargo al que dedicó siete años de nómada, de una mala posada en otra, alejado de su amada familia, malpasándose en jornadas exhaustivas. Viajando en burro y a caballo, entre clima inclemente por pintar siempre a la intemperie, padeciendo temblores y dolores de cuerpo, agotándose, sin tregua ni descanso hasta terminar la faena, con el empeño de los apasionados.
Al año siguiente un ictus lo separaba de la pintura, que es igual a decir lo arrancaba de su felicidad. Después de tres años de pesadilla, a sus apenas sesenta, aunque aparentaba muchos más, Sorolla moría sin haber visto su trabajo terminado y montado en el recinto del alto Manhattan; suerte que sí he tenido yo, y que espero tenga el mundo entero cuando esto deje de ser, como ha sido hasta ahora, casi un secreto.
Entré a la sala con igual o más devoción que a un templo. Para mi fortuna estaba vacía. No sabía por dónde comenzar: todo fascinante, todo abrumante; iba de una escena a otra, regresaba, mis ojos me rogaban que me quedara todas las horas, que, sabía, aun si las tuviera, no hubieran alcanzado. Me acercaba para descubrir las pinceladas sueltas del impresionismo que logran dar el detalle perfecto al mirar de más lejos. Lo que de cerca son manchas, de lejos son detalles. Genio entre los genios.
Salí de ahí en contra de mi voluntad. No pude quedarme a admirar sus retratos de personajes ilustres, intelectuales y políticos, incluido Don Porfirio. Por un buen rato intenté que nada interrumpiera las imágenes recién grabadas en mi mente de una España genuina que quizá solo ahí siga existiendo.
Se cumplen cien años sin el maestro de la luz, quien entregó el alma entera en sus lienzos; tanto, que la plasmó ahí. Tanto, que ahí sigue viviendo.