En este mismo documento había terminado de escribir algo que nada tenía que ver con lo que viene más adelante. Y es que me invadió una sensación de disgusto como pocas veces he tenido. En diferentes momentos de la semana, trabajo en el clásico café de cadena que todos conocemos, donde la mayoría de las sillas son de madera y se distinguen por ser especialmente incómodas; suena contradictoria la queja cuando acabo de decir que lo frecuento, pero termino por tolerarlo ya que, en general, en ciertos horarios se respira un aire de concentración, motivado por varias de las personas que de igual manera están soportando la dureza de la silla. Eso siempre ayuda.
Bien, pues en la mesa de enfrente, mientras yo tecleaba un poco, tres amigas platicaban sin traba aparente, en un claro ambiente de confianza, confidencialidad e intimidad. No estaba al tanto de lo que decían, a pesar de que el tono era alto, pero sin lugar a dudas su conversación llevaba por delante la hermandad y una actitud desenvuelta por parte de todas, sus risas al unísono lo confirmaban.
Después de un latte y un agua mineral, me paré al baño y cuando iba de regreso hacia mi lugar de trabajo, vi que una de ellas se despedía. Hubo abrazo sincero. Le dijeron: “¡Ay, qué bueno que veniste, me dio gusto verte!”. Partió. Las otras dos tomaron asiento, echaron el cuerpo hacia atrás para pegarlo al respaldo, intuyo que frotaron las manos a nivel mental y, antes de que terminara el minuto posterior al que su amiga salió por la puerta, la misma que reconoció el gusto de haberla visto, dijo a la otra: “¿Viste cómo sí está obsesionada con ese wey?”.
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Me hirvió la sangre, casi como si yo fuera la persona criticada. Escuchando el viboreo instantáneo, del pecho a la cabeza me recorrió una repulsión progresiva, casi irrefrenable; en realidad, lo que más alteró mi estado fue el tono tan grotesco con el que lo hacían. Se volvió un alarde, un griterío. Aparecía crítica tras otra y, después de cada una, estiraban más la rienda de la prudencia o, incluso, de la mínima reflexión, la que detiene y da visibilidad; hasta que fue inevitable comerse viva a su amiga, tras haber convivido con ella alrededor de una hora. Desde luego no se trataba de algo personal, porque después saltaron a, digamos, “Pancho, Mariana, Julián, Viviana, examigas, esposas y esposos de gente cercana a ellas”. Es decir, frente a todos tenían la suficiente autoridad moral como para hacer apuntes sobre lo que es aceptable e inaceptable dentro de este mundo que, diera la impresión, diseñaron. Para cualquiera había una generosa y acertada opinión.
Con el estómago revuelto y varios minutos de distracción prestando oreja a lo que decían, quise explorar otras conversaciones alrededor, muy rara vez lo hago. Para ese entonces ya se habían ido las mesas trabajadoras y, paradójicamente, quedaron las desocupadas. Me sorprendió, y de verdad lo hizo, que en la plática de los de atrás y los de al lado, estaban igualmente enganchados reventando filas de gente como si fueran piñatas, y el común denominador siempre eran personas cercanas a los interlocutores. Por supuesto, también con tonadita violenta e inquisidora; de repente cambiaban el ritmo, susurrando como si el daño a la imagen de alguien fuera a atenuarse o como si necesitaran sentir que todavía pueden respetar. Estaba acorralado por 4 hombres y 3 mujeres con el derecho divino para repartir dictámenes sobre todas y todos. ¿Cómo era posible que tres de tres pláticas estuvieran revolcándose en el mismo lodazal? De ahí que sobreviniera el asco tan prolongado que sentí, y también la prisa de transcribirlo.
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¡Qué terrible condición! La de la lengüita que no puede regularse. Si tan complicado es contar con unos pocos a lo largo de la vida; si tan complicado es sobrepasar los retos que día con día se presentan, como para que tus aliados se pongan de justicieros apuntando y oprimiendo el dedo sobre asuntos tuyos, personales, a los cuales tuvieron acceso por tu amistad. O lo hacen para despertar la traicionera ilusión de sentir superioridad, o es para apaciguar sus envidias e inseguridades, quién sabe.
Aguanté 5 minutos más de contaminación ambiental. Después de cerrar la computadora y desconectar el cargador, me paré y, antes de irme, como el mal sabor de boca fue importante, no pude desaprovechar la oportunidad de menear el dedo como mi abuelito mientras les decía a las dos amigas que quedaban: “Qué feo están hablando de su amiguita, eh”. Y me encaminé a mi departamento a escribir. Solo escuché que, de nuevo, emprendieron el interminable bisbiseo.
Gustavo Llorente
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