¡Salud!

De la tinta de Héctor Zagal.

Escrito en OPINIÓN el

Los acontecimientos recientes, me han hecho recordar algunas historias que me contaba mi abuela materna cuando yo era niño. La familia de mi abuela Amelia era de la Comarca Lagunera; vivían entre Torreón, Lerdo, Parras y San Pedro de las Colonias. Ahí les tocó enfrentar la epidemia de la (mal llamada) influenza española que entre 1917 y 1918, cobró millones de vidas en el mundo. Se calcula que esta epidemia mató a doscientas mil personas tan solo en México.

Mi abuela supo de la epidemia a través de los relatos de su madre, mi bisabuela. Esas historias la impresionaron profundamente. No por casualidad, cuando alguien estornudaba en casa de mis abuelos, se solía decir "¡Jesús!" en vez de "¡salud". "Jesús" era la contracción del "¡Jesús te ampare!". En 1918, un estornudo podía ser el primer síntoma de la temible influenza.

Durante la epidemia, contaba la abuela, la cantidad de muertos era tal que las funerarias no se daban abasto para enterrarlos. Los cuerpos se apilaban unos sobre otros en determinados lugares de la ciudad, esperando a ser recogidos como cascajo. Por las noches, pasaba un señor empujando una carreta para recoger los cuerpos. Entre seis y ocho cuerpos amontonaba por ronda. En alguna ocasión, recogió un cuerpo que, para sorpresa de todos, regresó por la mañana al pueblo. Se trataba de un borrachín que, en su embriaguez, había quedado tumbado entre los cadáveres y fue llevado en la misma calidad que los otros. Horas más tarde, seguramente con una resaca infernal, había vuelto cual ave fénix etílica. No doy fe de la historia, porque mi abuela variaba los detalles; pero, en todo caso, lo del carro no era un invento. Las funerarias no se daban abasto.

Mi abuela me describía la desesperación que se vivía en aquellos momentos. Las personas se encontraban impotentes frente a la influenza. ¿Qué se podía hacer contra esa epidemia a principios del siglo pasado, en una pequeña ciudad, sin medicamentos modernos, y empobrecida por la guerra civil? Así, proseguía la abuela, mi bisabuela llevaba días sufriendo la enfermedad de su hermano. Día y noche cuidaba del enfermo, con fomentos de agua fría, infusiones de árnica y gordolobo.

Ningún remedio parecía aliviarlo. La señora, desesperada por la ineficacia de médicos y curanderas, decidió mezclar azufre en una botella que contenía coñac y se la dio a mi tío-bisabuelo. El hombre se recuperó de la temible influenza. Aquella mujer siempre creyó que su alquimia lo había curado. Si lo hizo o no, es lo de menos. Lo que importa de esta historia es cómo, en medio de una situación crítica, somos capaces de convertirnos en farmacéuticos y recurrir a las medidas más descabelladas. Llevarnos al límite nos pone frente a un dilema: resignación o creatividad.

Por fortuna, la ciencia ha avanzado y hoy tenemos más armas para enfrentar las pandemias. No son estos los tiempos de mi bisabuela. Espero que el coronavirus no cobre más vidas y que remita pronto. Muchos científicos y médicos en el mundo están trabajando muy duro para detener la epidemia. No obstante, por si las dudas, me he aprovisionado de algunas botellas de coñac. Claro que yo lo usaré simplemente para hacer más llevadero esto del "trabajo en casa".

Sapere aude! ¡Atrévete a saber!

@hzagal